miércoles, 17 de octubre de 2012

DE RODRIGO SOLÍS


Privatizamos el coche por cosas de la economía. Conmovido mi papá me regaló su bicicleta, alarmada mi mamá me dio un casco, Bere la luz que parpadea. Y en bici vi que vivo lo más abajo de un valle, por eso siempre es más fácil regresar. Y me volví ciclista, anarquista, banquetero, saltatopes, antisemaforistas, profanador de distribuidores viales y cruceros. La ciudad, deporte extremo. Porque los coches matan. Así nomás. Llega tu coche y me mata. O no llega y desde lejos me envenena. Me mata. O se instala en mi futuro una gasolinería o algún imbécil dinamita mi país por petróleo. Todos los coches matan. También las drogas matan, por eso las prohíben. Posesión de drogas, cárcel. Posesión de coche, estatus. Además, puedes comprar hamburguesas, pagar el teléfono o asesinar a alguien sin bajarte de tu coche. Y tú eres bueno, original, amable, amante de los niños y los perros, hasta podríamos ser amigos, pero te subes a tu coche y te vuelves chofer, conductor, chilango loco. El cerebro masticado por el locutor hasta que terminas repitiendo con él que este mundo estaría mejor sin topes, sin marchas, sin paraderos, sin más cruces que las de los peatones muertos y sueñas con un paraíso de Highway y con hacer 15 minutos a cualquier parte del universo.  

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