martes, 16 de octubre de 2012

DE SANGRE PURA

La historia es sencilla. Mi padre odia a los perros, les tiene un resentimiento agudo escondido en el tuétano de sus 6 décadas. No podía ser de otro modo. En las cercanía de sus días no parece haber tregua ni mucho menos un perdón mal intencionado. 

Cuenta mi padre que su padre, mi abuelo y bisabuelo de mis dos críos que aún no nacen, que su lugar en la familia siempre se encontró después de los canes de Cándido. Un pastór, un bulldog o un doberman. 

Todos los días y por la mañana le tocaba limpiar el área destinada a los perros. ¿Lo mordieron?, sí, en el orgullo y en la memoria. ¿Los acarició?, jamás. Por lo anterior, en mi infancia no hubo más perro que el que a veces yo fingía ser. Ahora, a las casi 3 décadas, adopté. En lo único que fui estricto es en que fuera pequeño, sería salvaje condenar a un unicornio en mis 64 metros cuadrados. No soy tan cuadrado, tan cerrado, tan obtuso. En el camino de la adopción  los prejuicios saltaron a la vista. Unos quieren adoptar, otros ahorrarse el dinero que exigen las tiendas de mascotas. Fidelidad por unos miles de pesos. Sin importar el motivo real, existen los exigentes. Sí adoptó, pero que sea de raza. Por los clavos de Cristo, todos son de raza. El perro no te exige que le compres cosas de marca, le puedes poner un traste usado y no se quejará aunque se lo dejes de por vida. Pero el humano, el animal, "el racional", no le satisface con cambiar la temporada de otoño. 

No hay perros de raza, hay dueños corrientes. Inconscientes.

TIMBRE: ¿Algún remedio para los labios y el frío matinal?

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